Malala Yusafzai tenía 11 años
cuando se convirtió sin quererlo en la voz de millones de niñas musulmanas de
Pakistán y Afganistán que quieren acudir la escuela.
En un conmovedor vídeo aparecido en 2009 en el New York Times y
mediante su blog sobre cómo es la vida bajo la ocupación talibán en el valle de
Swat, en Pakistán, Malala se atrevió a compartir su más profunda aspiración: tener libertad para aprender.
Ahora, Malala, con 14 años, se está aferrando a la vida
porque militantes talibanes le dispararon en la cabeza y en el cuello
hace unos días al noroeste de Pakistán. Cuando ella y otras chicas de octavo
curso volvían a casa en el autobús de la escuela, varios hombres detuvieron el
autobús y preguntaron “¿Cuál es Malala?”. Sacaron un arma y le dispararon, así
como a otras dos chicas.
Inconcebible. Una joven convertida en el objetivo de hombres adultos cuyo
esquema religioso de algún modo se traduce en matar niños a tiros porque estos
quieren estar en la escuela. Su único “crimen” fue defender abiertamente la educación de las niñas y querer ayudar a que
otras chicas pakistaníes ejerciten su derecho a asistir a la escuela.
Como
madre de dos hijas, encuentro desgarrador el horror de este suceso. Y me
resulta igualmente incomprensible. El mismo día que dispararon a Malala, mis
hijas estaban remoloneando para no ir a la escuela, deseando que su fin de
semana de tres días hubiese sido más largo. Pero la trágica historia de Malala
seguía viva en mi cabeza; quería llamarles la atención por quejarse de tener
que ir a la escuela. Sin embargo, seguramente lo oirían de la misma forma que
nosotros escuchábamos a nuestros padres decirnos que “limpiáramos nuestros
platos” porque muchos niños pasan hambre en el mundo.
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